¿Qué elogio puede ser más valioso
que el de un criado inteligente?

cap-1

1

El mayordomo…, la señora Hill y las dos criadas…

Tan improbable era que alguien se pusiese la ropa si antes no la habían lavado como que saliese desnudo a la calle; al menos en Hertfordshire, y menos aún en septiembre. No había posibilidad de saltarse el día de la colada, pero aun así la purificación semanal de la ropa de toda la casa no dejaba de ser un panorama deprimente para Sarah.

Cuando emprendió la tarea, a las cuatro y media de la madrugada, el frío era implacable. La palanca de hierro de la bomba estaba helada, e incluso con los guantes puestos le escocían los sabañones al extraer el agua del oscuro subsuelo para que cayera en el balde dispuesto para recogerla. Quedaba un largo día por delante y esto no era más que el comienzo.

Todo a su alrededor era quietud. Las ovejas se apiñaban en rebaños en la ladera; los pájaros, mullidos como vilanos, salpicaban los setos; en el bosque las hojas susurraban al paso de los erizos; el arroyo reflejaba la luz de las estrellas y espejeaba sobre las rocas. Más abajo, en el establo, las vacas exhalaban nubes de vapor, y en la pocilga la cerda se revolvía, con los lechones arracimados a su vientre. En la minúscula buhardilla, la señora Hill y su marido dormían el sueño vacío del cansancio absoluto; dos pisos por debajo, en la alcoba principal, el señor y la señora Bennet eran un par de túmulos cubiertos por la colcha. Las cinco señoritas, dormidas en sus camas, soñaban con lo que quiera que sueñen las señoritas. Y por encima de todo eso brillaba la luz gélida de las estrellas; brillaba sobre las tejas de pizarra y sobre el patio enlosado, sobre el retrete y sobre los arbustos, sobre la fronda que crecía más allá del césped y sobre las nidadas de faisanes, y sobre Sarah, una de las dos criadas de Longbourn, que accionaba la bomba de agua, llenaba un cubo, lo apartaba a un lado con las manos ya doloridas y colocaba otro bajo el chorro.

Por encima de las colinas de levante, el cielo se teñía de un añil transparente. Sarah alzó la mirada, con las manos metidas bajo las axilas, su aliento empañando el aire, y fantaseó con los lugares remotos al otro lado del horizonte, donde ya era pleno día; pensó que cuando su jornada hubiese concluido el sol luciría aún en otros sitios, en Barbados, en Antigua y en Jamaica, donde los hombres de piel oscura trabajaban medio desnudos, y en las Américas, donde los indígenas apenas llevaban ropa y por lo tanto no había mucho que lavar, y en que un día iría allí y no tendría que volver a hacer la colada de otra gente.

Porque, pensaba mientras colgaba los baldes a cada extremo de la vara, se la colocaba sobre los hombros y se tambaleaba al levantarla, nadie debería tocar la ropa sucia de otras personas. Las señoritas podían comportarse como si bajo sus vestidos fuesen lisas y pulidas cual estatuas de alabastro, pero arrojaban al suelo sus paños menores sucios para que alguien los recogiese y los lavase, y de esta manera revelaban su verdadera condición de frágiles criaturas corpóreas con dos patas, que transpiraban. Tal vez por este motivo le daban órdenes escondidas tras el bastidor de bordar o por encima de un libro abierto; ella había restregado sus prendas para eliminar el sudor, las manchas, el flujo menstrual; sabía que no eran seres etéreos como ángeles, y por eso no eran capaces de mirarla a los ojos.

El agua se derramaba de los baldes mientras cruzaba el patio a trompicones; estaba ya cerca de la puerta de la antecocina cuando le resbaló un pie y perdió el equilibrio. El instante se dilató, de forma que tuvo tiempo de ver cómo los baldes salían despedidos de la vara y se vaciaban, cómo se iba al traste el trabajo realizado, y supo que cuando cayese se haría daño. Los baldes aterrizaron en el suelo y rebotaron con tal estrépito que los cuervos posados en las hayas se asustaron y alzaron el vuelo graznando, y Sarah cayó a plomo sobre las frías losas. El olfato le confirmó lo que ya suponía: había resbalado en un excremento de cerdo. El día anterior había salido la cerda, tras la que habían correteado los lechones, y nadie había limpiado después; nadie había tenido tiempo. Cada jornada de trabajo se solapaba con la siguiente y nada quedaba terminado, de manera que nunca podía afirmarse: Bueno, pues ya está, hemos acabado las tareas del día. El trabajo se limitaba a rezagarse, enconarse y agazaparse para hacerte cometer un error a la mañana siguiente.

Después del desayuno, Lydia, sentada sobre las piernas junto al fuego de la cocina, bebía a sorbitos la leche azucarada y se quejaba a la señora Hill.

—No sabe la suerte que tiene, Hill. Aquí abajo, escondidita y tranquila.

—Si usted lo dice, señorita Lyddie.

—¡Y lo digo en serio! Puede hacer lo que le apetezca, no tiene encima a nadie que la vigile, ¿a que no? ¡Dios mío! Si tengo que oír otra vez a Jane diciéndome lo que no debo hacer…, y eso que solo quería divertirme un poco…

En el cuarto contiguo, bajando el escalón que conducía a la antecocina, Sarah, inclinada sobre la tabla de lavar, frotaba el dobladillo de unas enaguas. La prenda tenía tres dedos de barro cuando la recogió del suelo del dormitorio de las muchachas y la había dejado toda la noche en remojo con lejía; el jabón no podía con la mancha, pero se ensañaba con sus manos, ya agrietadas, enrojecidas y cubiertas de sabañones, y se las irritaba. Sarah pensaba a menudo que si Elizabeth tuviese que lavar sus propias enaguas seguramente las trataría con mayor cuidado.

El caldero, repleto de ropa, desprendía vapor; frente a ella, la ventana empañada estaba perlada de gotitas. Sarah fue con destreza desde el tablón del fregadero hasta el tablón del caldero, sobre la superficie oscura y resbaladiza del suelo de piedra. Arrojó las enaguas a la grisácea agua hirviente, cogió el palo de la colada, las empujó con él para sacarles el aire y hundirlas, y luego removió el contenido del caldero. Le habían dicho —y por lo tanto debía creerlo— que era preciso dejar las enaguas de un blanco inmaculado, por más que cuando se las pusieran de nuevo volvieran a ensuciarlas.

Polly tenía los antebrazos sumergidos en el frío lavadero de pizarra. Aclaraba las corbatas del señor Bennet, las sacaba de una en una y las echaba en el cuenco de agua de arroz fría para almidonarlas.

—¿Cuánto dirías que nos queda para acabar, Sarah?

Sarah evaluó de un vistazo lo que había a su alrededor: las tinas con ropa en remojo; las pilas de prendas mojadas, en distintas etapas de lavado. En algunos lugares se buscaba ayuda para el día de la colada. Pero no aquí; ah, no. En Longbourn House la ropa sucia tenían que lavarla ellas solas.

—Quedan las sábanas y las fundas de las almohadas, además de nuestras camisas…

Polly se secó las manos en el delantal y se dispuso a contar con los dedos las pilas que faltaban, pero, al fijarse en que los tenía de un color rosa alarmante, frunció el ceño y los contempló desde distintos ángulos, como si fuesen algo curioso aunque ajeno a su cuerpo. Debía de tenerlos bastante insensibles, al menos en ese momento.

—Y también quedan los paños —añadió Sarah.

Acababa de transcurrir aquel desafortunado momento del mes en que todas las mujeres de la casa se mostraban más irascibles de lo habitual, más torpes y propensas a las lágrimas, y finalmente sangraban. Los paños estaban a remojo en una tina aparte que desprendía un molesto olor a carnicería; sería la última que pondrían a hervir en el agua que quedase en el caldero antes de vaciarlo.

—Yo diría que nos quedan otras cinco tandas.

Sarah exhaló un suspiro y se tiró de la sisa; la tela ya estaba empapada de sudor, algo que detestaba. Llevaba un vestido de popelina que la señora Hill describía como Eau de Nil aunque a ella siempre le parecía Eau de Bile; no le importaba que el color fuera feo, pues nadie iba a verla con él puesto, pero sí el corte. Lo habían confeccionado para Mary y estaba concebido para unos brazos delicados como el bizcocho, para el piano y las labores de aguja. No facilitaba la movilidad del músculo; la única razón por la que se lo había puesto era que su otro vestido, de lino pardusco, estaba colgado en el tendedero, con algunas partes aún húmedas, después de haberle pasado un trapo mojado para quitarle el olor a cerdo.

—Echa las camisas en el próximo —dijo—. Tú las remueves un poco y yo restriego.

Así no te destrozarás las manos, pensó Sarah, aunque las suyas estaban ya en carne viva. Fue del caldero al tablón del lavadero y se hizo a un lado para que pasara Polly. A continuación sacó con las pinzas una corbata del almidón y observó las gotas viscosas que caían de la tela en el cuenco.

Mientras removía el contenido del caldero con el palo, Polly se pellizcaba el labio inferior con las uñas, que estaban desportilladas. Todavía estaba disgustada y tenía los ojos enrojecidos debido a la regañina que le había echado la señora Hill por el estado del patio. Por la mañana había tenido que ocuparse de los fuegos y el agua, y luego la comida del domingo ya estaba en marcha, y después tuvieron que comer y se hizo de noche, ¿y quién iba a ponerse a recoger con la pala los excrementos de cerdo a la luz de las estrellas? Además, ¿no le quedaban aún las sartenes por fregar? La arena con que las había frotado le había despellejado la punta de los dedos. Y, bien mirado, ¿no era culpa de quien había dejado suelto el pasador de la puerta del establo, de manera que lo único que hizo falta para abrirla fue darle un empujoncito con el hocico? En lugar de echar a la pobre Polly la culpa de la caída que había dado al traste con el trabajo de Sarah —miró a su alrededor y bajó la voz para que el anciano no la oyera—, ¿no deberían echársela al señor Hill, que era el encargado de cuidar de los puercos? ¿No debería ser él el responsable de limpiar lo que ensuciaran a su paso? ¿Acaso hacía algo aquel guiñapo de hombre? ¿Dónde se metía cuando lo necesitaban? Les vendría bien otro par de manos que las ayudasen, ¿no lo decían ellas siempre?

Sarah asentía y emitía murmullos de comprensión, aunque hacía un buen rato que había dejado de escucharla.

Cuando el reloj del vestíbulo dio las cuatro, el señor y la señora Hill ya estaban en el comedor sirviendo a la familia la habitual comida fría del día de la colada —las sobras del asado del domingo—, y las dos criadas tendían en el prado las prendas mojadas, que despedían vapor con el fresco de la tarde. A Sarah se le había reventado un sabañón, que sangraba; se lo llevó a la boca y chupó la sangre para no manchar la ropa recién lavada. Durante unos instantes se quedó absorta en las diversas sensaciones: la piel helada en la lengua caliente, el escozor del sabañón, el sabor salado de la sangre, la calidez de los labios; así pues, no estaba atenta y quizá se confundiera, pero le pareció que algo se movía en el sendero que cruzaba la ladera de enfrente; el sendero que unía la vía pecuaria que iba a Londres con el pueblo de Longbourn y, más allá, con el nuevo portazgo de Meryton.

—Mira, Polly, ¿lo has visto?

Polly cogió la pinza que tenía entre los dientes, sujetó con ella la camisa a la cuerda de tender y se volvió para mirar.

El sendero discurría entre dos viejos setos; los rebaños y las manadas llegaban por allí en su larga travesía desde el norte. Se oía a los animales antes de que pudieran verse: el rumor grave de las vacas a lo lejos, los graznidos malhumorados de los gansos, la llamada de las crías a las madres que habían dejado atrás. Y, cuando pasaban junto a la casa, los sonidos se transformaban, como la nieve; entonces se oían las extrañas voces de los hombres de las zonas más remotas del país, que desaparecían antes de que alguien advirtiese su presencia.

—No veo a nadie, Sarah.

—No, pero mira…

Ahora el único movimiento era el de los pájaros que brincaban en el seto picoteando las bayas. Polly se dio la vuelta y escarbó la tierra seca con la punta del pie hasta desenterrar una piedra; Sarah siguió mirando un momento. El seto estaba cubierto de hojas de haya secas de color té, el acebo parecía casi negro a la luz del sol bajo y las ramas del avellano estaban peladas en los tramos que habían colocado más recientemente.

—Nada.

—Pero había alguien.

—Pues ahora no hay nadie.

Polly cogió la piedra y la lanzó, como si quisiera demostrar su afirmación. Cayó bastante lejos del sendero, pero de alguna manera pareció zanjar el asunto.

—Ah, vaya.

Con una pinza en la mano y otra entre los dientes, Sarah colgó una camisa sin dejar de mirar en aquella dirección; tal vez había sido un efecto de la luz, del vapor que ascendía a la luz del bajo sol otoñal, tal vez Polly tuviera razón, a fin de cuentas; de pronto se detuvo, se protegió los ojos con la mano, y allí estaba otra vez, bajando por el sendero, tras un tramo de seto sin hojas. Allí estaba él. Porque se trataba de un hombre, no le cabía la menor duda: un atisbo de gris y negro, unos andares de largas zancadas; un hombre acostumbrado a las distancias. Se sacó la pinza de la boca a tientas y señaló agitando la mano.

—Allí, Polly, ¿lo ves ahora? Tiene que ser un buhonero.

Polly rezongó y puso los ojos en blanco, aunque se dio la vuelta para mirar de nuevo.

El hombre ya había desaparecido tras un tramo de endrino nudoso. Pero había algo; Sarah casi podía oírlo: un sonido vacilante, como si el presunto buhonero, con su tarja para llevar las cuentas y el fardo repleto de fruslerías y baratijas, estuviera silbando. Era un sonido débil y extraño; parecía provenir del otro extremo del mundo.

—¿Oyes eso, Pol? —Sarah alzó una mano enrojecida para pedir silencio.

Polly se volvió y le lanzó una mirada colérica.

—No me llames Pol, ya sabes que no me gusta.

—¡Chis!

Polly dio una patada en el suelo.

—Si me llaman Polly es por culpa de la señorita Mary.

—¡Por favor, Polly!

—Como ella es la señorita, hay que llamarla Mary, y a mí me cambian el nombre por el de Polly, aunque en mi fe de bautismo también ponga Mary.

Sarah chasqueó la lengua y le ordenó que se callase con un gesto de la mano, sin dejar de mirar hacia el sendero. Estaba acostumbrada a las rabietas de Polly, pero esto era algo nuevo: un hombre que recorría los caminos con un fardo a la espalda y una melodía en los labios. Cuando las señoritas hubiesen visto sus productos, bajaría a la cocina para venderles a ellas sus artículos más baratos. ¡Ah, ojalá tuviese ropa más bonita que la que llevaba! La misma ilusión le hacía su vestido de lino que el Eau de Bile, pues los dos eran igual de feos. Pero folletos de cuentos y cancioneros, cintas y botones, pulseras de hojalata que dejaban una marca verde en el brazo al cabo de dos semanas…, ¡ah, qué felicidad representaba un buhonero en este lugar sosegado, inmutable y dejado de la mano de Dios!

El sendero desaparecía detrás de la casa y no cabía esperar más señales ni ruidos de ningún transeúnte, de modo que sujetó la camisa con las pinzas, sacudió la siguiente y la colgó, con torpeza a causa de la precipitación.

—Vamos, Polly, espabila.

Pero Polly cruzó el prado malhumorada, se apoyó en el muro y empezó a hablar a los caballos que pastaban sueltos en el campo contiguo. Sarah vio que rebuscaba en el bolsillo del delantal y les ofrecía frutas maduras. Les acarició el hocico durante un rato, mientras Sarah continuaba con su tarea. Luego se encaramó al muro y se quedó sentada, perdiendo el tiempo, con la cabeza gacha, los ojos entrecerrados debido a la luz del sol bajo. Se pasa la mitad del día papando moscas, pensó Sarah.

Y por cariño a Polly —pues un día de colada es de lo más agotador cuando estás creciendo y todavía no has asumido cuáles son tus deberes— terminó sola el trabajo y dejó que la niña deambulase sin reprenderla, para que se entretuviera con lo que le viniese en gana, arrojando ramitas en el arroyo o recogiendo hayucos.

Cuando Sarah guardó la última cesta vacía ya anochecía y aún no habían limpiado el patio. Vertió los baldes de agua gris de la colada y dejó que el jabón y la lejía actuaran sobre las losas.

La señora Hill destilaba el mal humor típico de un día de colada; llevaba toda la jornada sola a merced del sonido de la campanilla: los Bennet no le daban demasiada tregua a pesar de que no contaba con ninguna ayuda mientras las criadas estaban ocupadas con la ropa.

Cuando Sarah entró tras recoger la antecocina, con las manos irritadas, la espalda molida y los brazos agarrotados por el sobreesfuerzo, la señora Hill estaba poniendo la mesa para los sirvientes. Depositó de golpe una fuente de escabeche frío y le lanzó una mirada furibunda, como queriendo decir: «Si me dejas aquí sola, esto es lo que te encontrarás. Tú te lo has buscado». Sarah miró con asco la carne adobada, de color rosa pardusco y aspecto gelatinoso, una comida para salir del paso cuando era imposible cocinar.

El señor Hill entró sigilosamente. Detrás de él, en el patio, Sarah atisbó a un mozo de labranza de la granja vecina, que se ajustaba el pañuelo del cuello y alzaba una mano en un gesto de despedida. El señor Hill se limitó a dirigirle una inclinación de la cabeza antes de cerrar la puerta. Se frotó las manos en los pantalones mientras se hurgaba con la lengua un diente que le dolía. Se sentó. El escabeche tembló en la mesa cuando la señora Hill cortó el pan.

Sarah entró en la despensa y cogió la mostaza, el tarro de cerámica de las nueces encurtidas, la mantequilla negra y los rábanos, llevó a la mesa todos aquellos condimentos y los dejó junto a la sal y la mantequilla. Las manos comenzaban a recuperar la sensibilidad y los sabañones la atormentaban; se las frotó, restregándose una con el canto de la otra. La señora Hill la miró ceñuda y negó con la cabeza. Sarah se sentó sobre las manos y experimentó cierto alivio; la señora Hill tenía razón, rascárselas era peor, pero no rascarse era un suplicio.

Polly entró despacio por la puerta del patio con un aspecto lozano, las mejillas sonrosadas y una expresión inocente, como si hubiese estado trabajando tanto como era razonable esperar de ella; se sentó a la mesa, cogió el cuchillo y la cuchara, y los soltó en cuanto el señor Hill hundió su rostro curtido en las manos entrelazadas. Sarah y la señora Hill juntaron también las manos y mascullaron con él mientras bendecía la mesa. Cuando terminó, se inició un tintineo y repiqueteo de la cubertería. El escabeche rechinó y tembló bajo el cuchillo de la señora Hill.

—Entonces, ¿está arriba, ama? —preguntó Sarah.

La señora Hill ni siquiera levantó la vista.

—¿Mmm?

—El buhonero. ¿Todavía está arriba con las señoritas? Pensaba que ya habría terminado.

La señora Hill frunció el ceño con impaciencia y puso un pedazo de gelatina en el plato de su marido y otro en el de Sarah.

—¿Qué?

—Le ha parecido ver a un buhonero —intervino Polly.

—He visto a un buhonero.

—No es cierto. Ya te gustaría haberlo visto.

El señor Hill alzó la vista del plato; sus ojos blanquecinos fueron de una muchacha a la otra. Sarah removió la carne adobada en silencio; Polly, que lo consideró una victoria, se metió una cucharada en la boca sonriendo. El señor Hill volvió a dirigir al plato su torva mirada.

—No se ha recibido ninguna visita en la casa —dijo la señora Hill—. No desde que vino la señora Long por la mañana.

—Me ha parecido ver a un hombre. Me ha parecido que se acercaba por el sendero.

—Sería un mozo de labranza.

El señor Hill se llevó la gelatina a la boca y movió la mandíbula adelante y atrás como si fuese una vaca, para sacarle el máximo partido a sus escasos dientes. Sarah procuró no mirarlo; era un truco que ponía en práctica durante las comidas: hacer caso omiso del señor Hill. No, quería decir, no era un mozo de labranza, era imposible. Lo había visto. Y lo había oído silbar aquella melodía apagada e indescifrable. Se negaba a aceptar que hubiera sido uno de aquellos ganapanes esqueléticos o uno de los viejos renqueantes que veía a veces sentados en las escalerillas de las cercas con una pipa entre las encías desdentadas.

Pero sabía que no debía protestar ante el silencio del señor Hill, el mal genio de la señora Hill y el espíritu de contradicción de Polly. Sin embargo, al percibir su decepción, la señora Hill se ablandó; se inclinó hacia ella y le remetió en la cofia un mechón que se le había salido.

—Acábate la comida, cariño.

La sonrisa de Sarah fue escueta y desapareció al instante. Cortó un pedacito de escabeche, lo untó en mostaza, le puso rábano, lo rebozó en mantequilla negra, le colocó una rodaja de nuez encurtida y se lo metió con cuidado en la boca. Masticó. La masa era consistente, gelatinosa, con tiernos cachitos de sesos, pedazos correosos de carrillera y fragmentos crujientes aquí y allá. Se lo tragó y tomó un sorbo de cerveza suave. Lo único bueno de aquel día era que pronto habría terminado.

Después de cenar, la señora Hill, Polly y ella se sentaron, mudas por el cansancio, y se pasaron el bote de grasa de ganso. Sarah extrajo un pegote de aquella manteca blancuzca y la ablandó con la punta de los dedos. La extendió sobre las manos en carne viva y luego estiró y dobló los dedos. La piel, aún dolorida, recuperó la elasticidad y no se agrietó.

Por deferencia hacia ellas, el señor Hill lavó mal que bien los platos en la antecocina; oyeron el chapoteo del agua, el repiqueteo y el tintineo. La señora Hill temió por la vajilla de porcelana.

Más tarde, el señor B. haría sonar la campanilla de la biblioteca para que le subieran una porción de pastel con el que acompañar su vino de Madeira, de modo que el señor Hill se despertaría malhumorado y saldría arrastrando los pies para llevársela. Aproximadamente una hora después, la señora Hill retiraría el plato lleno de migas y la copa sucia, y Sarah recogería en el salón los enseres de la cena de las señoritas, los bajaría en una bandeja tintineante y daría la jornada por terminada. El día de la colada, los platos de la cena podían esperar hasta la mañana siguiente. Los días de la colada sucedía también que Sarah no era capaz de concentrarse lo suficiente para leer el último libro que le hubiese prestado el señor B. Por lo tanto, cogió un número atrasado del Courier y le leyó en voz alta a la señora Hill las noticias de hacía tres días; el periódico estaba blando por haber sido doblado repetidas veces y la tinta le manchó las manos cubiertas de grasa de ganso. Leía en voz baja para no molestar a la niña que dormía ni al viejo amodorrado: el relato de las nuevas esperanzas de una victoria rápida en España y de cómo Bonaparte se había puesto a la defensiva y pronto estaría en danza, lo que la hacía representarse la guerra como un baile y a los generales dando vueltas cogidos de las manos. De repente se oyó un ruido.

Sarah bajó el periódico.

—¿Ha oído eso?

—¿Eh? ¿Qué? —preguntó la señora Hill parpadeando al borde del sueño.

—No sé, un ruido ahí fuera. Algo.

Un relincho apagado, y el pateo y el rebullirse de los caballos inquietos en los establos.

—Creo que hay alguien ahí fuera.

Sarah dejó el diario y apartó de su rodilla la cabeza de la niña dormida.

—No es nada —dijo la señora Hill.

Polly se incorporó, todavía medio dormida. El señor Hill balbució, pestañeó y se levantó repentinamente enjugándose la barbilla.

—¿Qué sucede?

—He oído algo.

Todos prestaron atención durante unos instantes.

—Tal vez sean gitanos —aventuró Sarah.

—¿Qué se les ha perdido aquí a los gitanos? —preguntó el señor Hill.

—Bueno, lo digo por los caballos.

—Los gitanos saben tratar a los caballos; serían más cautelosos.

Volvieron a aguzar el oído. Polly apoyó la cabeza en el hombro de Sarah; se le cerraban los ojos.

—No es nada. Seguramente será una rata —apuntó la señora Hill—. Ya se encargará de ella el gato.

Sarah asintió, pero siguió atenta. La respiración de Polly se apaciguó de nuevo y sus miembros se aflojaron.

—Muy bien. A la cama —dijo Sarah.

Mientras Sarah deshacía los lazos del corsé, la luz de la luna se colaba por debajo de las cortinas y se filtraba por su tejido. Ya en camisa, las descorrió y contempló el patio, la enorme luna amarilla suspendida sobre los establos. Todo estaba iluminado, casi como si fuese de día; en los edificios reinaba el silencio, las ventanas estaban a oscuras; no se percibía el menor movimiento. Desde luego, no se veían gitanos, ni rastro de una rata.

¿Sería el buhonero? ¿Se habría acostado con la intención de pasar la noche allí y desaparecer al alba sin que nadie lo advirtiese? Ahora que había vaciado su fardo, tendría que reabastecerse en alguna de las ciudades manufactureras. Vivir de aquella manera debía de ser una bicoca. Ir de aquí para allá y no quedarse en ningún sitio más tiempo del que viniera en gana; vagar por los senderos estrechos y las calles anchas de las ciudades, tal vez incluso hasta llegar al mar. Quién sabía, quizá al día siguiente el buhonero estuviese en Stevenage o incluso en Londres.

La llama de la vela vaciló con la corriente. Sarah la apagó de un soplido, corrió las cortinas y se deslizó en la cama junto al cálido cuerpo de Polly, ya dormida. Se tumbó y se quedó mirando la ventana velada; no iba a pegar ojo esa noche, estaba segura; sería imposible, con aquella luna llena y sabiendo que el buhonero quizá estuviera todavía ahí fuera. Sin embargo, como era joven, llevaba en pie desde las cuatro y media, trabajando sin descanso, y acababan de dar las once, al cabo de poco respiraba acompasadamente, dormida como un lirón.