Normalmente no me fío de los criminales y en este caso no voy a hacer una excepción. Ya saben, estas personas, si es que merecen ser llamadas de esta manera, son capaces de lo peor, de cometer las mayores barbaridades, aunque tengan una apariencia amigable y siempre saluden a sus vecinos. Gema Palacios cumple con este estereotipo: soy yo la palabra que anhela ser tu niña nos dice intentando dar la imagen de criatura inocente que más tarde desaparecerá cuando nos enteremos de que lo que anhela es ser mordida como un pétalo. Nada en este poemario es lo que aparenta ser en un principio, en él todo es sorpresa y sobresalto.
El criminal suele poseer la mezcla perfecta de frialdad y pasión, y esto es lo que encontramos en la poesía de Gema. Tanto los versos de manera aislada como cada poema en su conjunto parecen moldeados por alguien con una gran experiencia, como es el caso, y pueden resistir al más cruel de los análisis. Estamos ante un poemario rítmicamente perfecto donde predomina el uso del endecasílabo (rizada y absoluta entre la gente / te acercas a mi vida y la levantas / tu risa con acento repentino) y los períodos largos que se acomodan perfectamente a una imaginería desbordante (late una espina entre párpados insomnes). La autora ha estudiado al detalle con esos ojos enormes y atentos los crímenes de poetas tan peligrosos como Alejandra Pizarnik o Carlos Edmundo de Ory, y eso se nota.
Sin embargo, en este crimen pensado al milímetro también hay lugar para la experimentación: la sintaxis truncada que nos deja colgando del verso como en tiemblo a través de, la elisión de los verbos (en mi pecho ranas nuevas), la creación de palabras sugerentes como endecapétalos, la falta de puntuación que acelera el movimiento de los ojos en la lectura, la disposición de los versos en la página… Toda esta perfección formal no va en contra de la pasión que incendia las páginas de Compañeros del crimen. Gema Palacios está lletraferit porque ha apostado doble o nada a la palabra. Este dolor, que sin duda se recibe con algo de masoquismo, surge de su intenso contacto con la naturaleza (hundir los dedos en la tierra es hábito y maltrato) y con los otros (tus pestañas mi cuello en danza idiota). Y sobre todo esto, una banda sonora: la de un tango que nunca llegara a bailarse, la de un ukelele que se incendia, la de un hit de los ochenta poéticamente recuperado, la de unos dedos que se atreven a despertar a un tigre o a un violín.
Hay un tú, un otro, un compañero del crimen que no importa demasiado, ya que no por ello la universalidad de los versos se resiente. Como bien dice Munir en el prólogo, se trata de un tú mágico y doble. Pero creo que hay que ir un poco más allá: es un tú que se multiplica dentro de cada lector de forma exponencial. El tú, en definitiva, nos abre la puerta de la verosimilitud, que en Gema Palacios siempre se acerca peligrosamente a la verdad, y nos hace en responsables del delito.
¿Y por qué contar de forma tan sincera y detallada (antecedentes, cómplices, motivaciones…) el crimen?, se podrían preguntar. Se puede entender de manera muy sencilla si recuerdan alguna película de acción en la que el villano, una vez que ha inmovilizado a su archienemigo, no puede evitar contar su astuto plan. El crimen en sí mismo no vale mucho si no se exponen las causas que lo hacen único, la integración de las diferentes piezas que conforman una maquinaria perfecta. La genialidad de versos como la rabia del cangrejo entre las rocas o la luna vaciándose de luz entre mis piernas y mis piernas / vaciándose de ti mientras el viento hacen de la lectura de Compañeros del crimen una experiencia realmente gozosa.
A veces, intenta salvarse de la condena alegando enajenación mental: bienvenido a mi patria / la locura. Pero nada puede ser igual después de la publicación de este fantástico poemario, que tiene la cualidad, como toda gran obra artística, de poder ser disfrutado a muchos niveles.
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